“¿Dónde quedan, entonces, los libros?”; esta fue la pregunta que me hice en mi fuero interno al acabar la clase. Empecemos, lógicamente, por el principio. A las 18,30 del día 30 de septiembre teníamos nuestra primera clase de Biblioteconomía. Allí estábamos todas (hay que decir que sólo éramos chicas) esperando a que empezara la clase; cada una con nuestras propias preconcepciones sobre lo que consistiría la asignatura. Si digo que la mayoría pensábamos que la asignatura consistiría en estudiar la información en sí y la forma en la que se presenta, los libros, no creo que me equivoque mucho. Todas comenzamos dando nuestros puntos de vista acerca de lo que esperábamos de la asignatura, y fue cuando me reafirmé en lo que creía: pensábamos que trataría de eso. Sin embargo, y según fue avanzando la clase y la presentación de la asignatura, me di cuenta de que todo aquello que esperaba ver, no lo veríamos. “¿Por qué?”, preguntará quien lea esto: pues porque la tecnología ha modificado todo lo que conocemos, y los libros y la forma de acceder y producir información no han quedado indemne a ello. Cada vez se rehúsa más de la tradición, simplemente porque es más fácil aplicar a todo la tecnología. En cierto sentido es lógico, pues ahorra mucho trabajo al empleado (en este caso podríamos hablar de los bibliotecarios), pero con ello perdemos la forma mediante la cual se ha estado “fabricando” información (el libro tradicional), la forma de almacenar, de restaurar, de conservar, etc. Posiblemente hable desde la melancolía de no estudiar lo que hasta el momento se ha estado estudiando, y por el miedo de pensar que no pueda ser competente en esta parcela profesional por no conocer la tradición ya que ahora impera la tecnología. Muchos habremos escuchado que nuestra generación ha nacido con un ordenador debajo del brazo en vez del típico pan, y como consecuencia de ello que invertimos menos esfuerzo a la hora de trabajar: cuántas veces nos habrán dicho en primaria que usar la calculadora no era bueno ya que sino no aprenderíamos a restar, sumar, dividir, etc.; también hemos escuchado que el camino más fácil (la tecnología indudablemente lo hace todo más fácil) no es siempre el más recomendable, que lo que cuesta esfuerzo suele salir mejor, etc. Seguramente por este tipo de comentarios que, personalmente, he escuchado cientos de veces, se ha minado la conciencia de algunos pensando que si empleamos la tecnología en aquellas disciplinas que no es imprescindible usarla, podemos salir perdiendo. Con ello quiero hacer referencia al “miedo” del que antes hablaba, ya que entrar en un mundo que hasta hace poco era tradicional a golpe de “clic” y “mouse” es innovador y por lo tanto desconocido, y como ya sabemos, lo desconocido da algo de miedo.
“¿Es, por lo tanto, positiva la intrusión de la tecnología en esta disciplina, la biblioteconomía?” me pregunto ahora tras tanta reflexión. Por supuesto que sí. A parte de hacer mucho más fácil el trabajo, de agilizar y rentabilizar las horas del trabajador y sacar más provecho de la tarea que se lleve acabo, es una nueva forma de llegar al lector y, afortunadamente, muy eficaz. Numerosas veces me he encontrado en casa haciendo un trabajo y recompilando información para ello, y me han surgido dudas; he echado mano entonces de los libros que tengo en casa, pero obviamente no hay espacio físico para tener libros sobre todas las disciplinas y era muy tarde para ir a la biblioteca a preguntar por el libro y sacarlo; he buscado y encontrado lo que me interesaba en Internet, pero…HE AQUÍ EL PROBLEMA: hasta hace poco no existían estos recursos en la red (bibliotecas digitales, revistas digitales, etc.) tan fiables como los hay actualmente. Hasta entonces uno siempre dudaba si hacer caso de lo que leía en
“¿Me convence entonces la novedosa forma de acercarme a
Hasta aquí mi opinión e impresión de la asignatura y la disciplina, y según vaya tomando contacto con las prácticas (el blog,
Un saludo a todos/as.
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